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En el año mil ciento cuatro de la encarnación del Señor, cierto peregrino que regresaba de Jerusalén, mientras venía sentado sobre la borda de la nave para defecar, cayó de allí a los abismos del mar. Imploró a grandes voces el auxilio de Santiago, y otro compañero le tiró al agua desde el barco su escudo diciendo: "El gloriosísimo apóstol Santiago, cuyo auxilio invocas, te socorra". Y habiendo recogido el escudo y conducido milagrosamente por el Apóstol, nadando a través de las aguas del mar tres días con tres noches, y siguiendo la pista de la nave, llegó incólume con los otros al puerto deseado y contó a todos de qué manera Santiago, desde la hora en que le invocó había ido delante de él sosteniéndole continuamente con su mano por el cogote. Esto fue realizado por el Señor y es admirable a nuestro ver. Honor y gloria al Rey de reyes por los siglos de los siglos. Así sea.