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Corriendo el año mil cien de la encarnación del Señor, en el principado del conde Guillermo de Poitou (1), bajo el rey de los francos Luis, una peste mortífera invadió lastimosamente al pueblo poivetino, tanto que alguna vez eran llevados a la sepultura padres de familia con todos los suyos. Entonces cierto caballero, aterrado por tal mortandad y deseando evitar este azote, determinó ir a Santiago por tierras de España. Y con su mujer y dos niños, montados en su yegua, llegó hasta la ciudad de Pamplona. Pero allí falleció su mujer y su injusto huésped se quedó inicuamente con los recursos que el caballero y su esposa habían traído consigo. Desolado él por la muerte de ella y despojado en absoluto del dinero y de la yegua con que llevaba a los niños, tomándolos de la mano, continuó la marcha con mucho trabajo. Y yendo sumido en la mayor angustia y preocupación, se encontró en el camino con un hombre de honorable aspecto que llevaba un asno muy fuerte. Este hombre, al contarle aquél cuántas y cuán grandes adversidades le habían acontecido en su desgracia, le dijo compadecido: "En vista de tus grandísimas angustias, te presto este asno mío, que es muy bueno para llevar a tus niños hasta la ciudad de Compostela, de la cual soy vecino, con tal que allí me lo devuelvas".

Recibido, pues, el asno y puestos sobre él sus niños, el peregrino llegó hasta el sepulcro de Santiago. Finalmente, cuando en la venerable basílica velaba devotamente por la noche en un rincón apartado, se le apareció el gloriosísimo Apóstol con luminoso vestido, quien le dijo sencillamente: "¿ No me conoces, hermano? " "En modo alguno", respondió él. "Yo soy - le replicó - el Apóstol de Cristo, que en tierras de Pamplona te presté mi asno en medio de tu congoja. Ahora, pues, te lo presto de nuevo hasta que regreses a tu casa, y tu malvado huésped pamplonés, por haberte despojado de lo tuyo injustamente, caerá de su asiento y tendrá mala suerte; te lo anuncio, como también que todos los hosteleros injustos establecidos en mi camino, que se quedan inicuamente con los bienes de sus huéspedes vivos o muertos, los cuales deben darse a las iglesias y a los necesitados en sufragio de los difuntos, se condenarán para siempre". Y así que el peregrino, inclinándose, quiso abrazar los pies del que le hablaba, el reverendísimo Apóstol desapareció de sus ojos humanos.

Luego aquel peregrino, gozoso por la visión del Apóstol y por tanto consuelo, salió al amanecer de la ciudad de Compostela con el asno y sus niños, y al llegar a Pamplona halló que su hostelero había muerto con el cuello roto al caerse del asiento en su casa, como el Apóstol le había predicho. Y habiendo llegado contento a su patria y bajado del asno a los niños a la puerta de su casa, el animal se desvaneció de su vista. Muchos que le oyeron contar esto se admiraron más de lo que pueda decirse y comentaban que, o era un asno verdadero, o un ángel en figura de tal, que el Señor muchas veces envía junto a los que le temen para que les ayude. Esto fue realizado por el Señor, y es admirable a nuestro ver. Así, pues, en este milagro se demuestra claramente que todos los maliciosos hosteleros se condenan a muerte eterna por quedarse injustamente con los bienes darse limosnas a las iglesias y a los pobres de Cristo en sufragio de los muertos. Dígnese alejar toda culpa y toda condenación de todos los creyentes por los méritos de Santiago. Jesucristo nuestro Señor que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina Dios por los infinitos siglos de los siglos. Así sea.

(1)

Guillermo IX, duque de Aquitania o Guyena, y Luis VI el Gordo de Francia que estaba entonces asociado al trono por su padre Felipe I y coronado desde dos años antes.