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Al poco tiempo llegó a oídos de nuestro emperador que en Córdoba le esperaban para combatirle el rey de Sevilla, Ebrahim, y Almanzor, que anteriormente habían escapado de la batalla de Pamplona. Y habían llegado en su auxilio, guerreros de siete ciudades, a saber, de Sevilla, Granada, Játiva, Denia, Ubeda, Abla y Baeza. Entonces dispuso Carlomagno ir a pelear contra ellos. Así pues, al acercarse a Córdoba con sus ejércitos, salieron con los suyos a los citados reyes, armados contra él, a tres millas de la ciudad. Y los sarracenos eran unos diez mil; los nuestros, en cambio alrededor de seis mil.

Entonces distribuyó Carlomagno su ejército en tres cuerpos, el primero de los cuales estaba formado por los caballeros más esforzados, el segundo por los infantes y el último por los demás caballeros. Y los sarracenos hicieron igual. Y al acercarse, cuando lo mandó Carlomagno, el primer escuadrón de nuestros caballeros contra el primero de paganos, avanzaron delante de cada jinete de éstos sendos infantes que llevaban máscaras muy extrañas, que golpeaban fuerte con las manos. Y apenas los caballos de nuestros guerreros oyeron las voces y ruidos de aquellos y vieron sus terribles aspectos, muy espantados empezaron a huir como enloquecidos. Y corriendo con la velocidad de la saeta, huían, y de ningún modo los guerreros de nuestros ejércitos vieron huir al primero, se dieron a la fuga.

Entonces los sarracenos, muy alegres, persiguieron a paso lento a los nuestros, hasta que llegamos a un monte que dista de la ciudad casi dos millas. Allí, pues, todos reunidos nos abroquelamos en nosotros mismos, esperándolos para el combate. Y viéndolo ellos volvieron un poco atrás. Enseguida colocamos nuestras tiendas, permaneciendo allí hasta el día siguiente. A la mañana siguiente, pues, tomada una determinación con todos los guerreros, Carlomagno mandó que todos los caballeros de nuestro ejército tapasen con lienzos y paños la cabeza de sus caballos para que no viesen las máscaras de los infieles y que de la misma manera les taponasen fuertemente los oídos con unos recios paños para que no oyesen el ruido de los timbales. ¡Oh grande y admirable ingenio! Apenas cerrados los ojos y oídos de los caballos, marcharon confiadamente al combate, despreciando los engañosos ruidos de los impíos. Entonces todos los nuestros al mismo tiempo los combatieron sin interrupción de la mañana a la noche y mataron a muchos de ellos, pero no pudieron todavía vencerlos por completo. Y todos los sarracenos estaban reunidos, y en medio de ellos había un carro. Entonces cortó con su propia espada el mástil que sostenía el estandarte, y enseguida todos los sarracenos comenzaron a huir dispersos por todas partes. Inmediatamente en medio de la general refriega y de la mayor gritería, fueron muertos ocho mil sarracenos, entre ellos el rey de Sevilla; y Almanzor con dos mil sarracenos entró en la ciudad y la fortificó. Pero vencido por fin al día siguiente, entregó la ciudad a nuestro emperador, bajo la condición de recibir el bautismo, someterse a las órdenes de Carlomagno y tenerla por recibida de él en adelante. Hechas, pues estas cosas, distribuyó Carlomagno las tierras y provincias de España a sus caballeros y gentes, es decir, a los que querían quedar en aquella tierra. Dio Navarra y Vasconia a los bretones, Castilla a los francos, la tierra de Nájera y Zaragoza a los griegos e italianos que había en nuestro ejército, Aragón a los poitevinos, Andalucía que está junto al mar a los teutones, y Portugal a los dacios y flamencos. Los francos no quisieron habitar Galicia porque les parecía fragosa. Nadie hubo luego en España que se atreviese a combatir a Carlomagno.