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En el año mil ciento ocho de la encarnación del Señor, en tierras de Francia cierto varón, como es costumbre, tomó mujer legítimamente con esperanza de descendencia. Mas habiendo vivido con ella largo tiempo, resultó fallida su esperanza por causa de sus pecados. Doliéndose hondamente de ello, porque carecía de heredero natural, determinó acudir a Santiago y de viva voz pedirle un hijo. ¿A qué más? Sin tardanza acudió a su sepulcro. Y poniéndose allí en su presencia, llorando, vertiendo lágrimas y suplicándole de todo corazón, consiguió merecer aquello por que invocó al Apóstol de Dios. Así pues, según costumbre, regresó a su patria sano y salvo. Tras de descansar tres días y habiendo hecho oración, se acercó a su mujer. Y encinta ella de esta unión, al cumplirse los meses (1) le dio un hijo al cual impuso lleno de alegría el nombre del Apóstol.

Luego de haber crecido éste, hacia los quince años, emprendió el camino del santo Apóstol con su padre y su madre y con varios parientes, y habiendo llegado con salud hasta los montes llamados de Oca, atacado allí de una grave enfermedad exhaló su alma. Sus padres, enloquecidos por su muerte, llenaban a manera de poseídos todo el monte y las aldeas con sus clamores y alaridos. Mas la madre prorrumpiendo en mayor dolor, cual si ya hubiese perdido la razón, dirigió a Santiago estas palabras: Bienaventurado Santiago, a quien el Señor concedió tanto poder para darme un hijo, devuélvemelo ahora. Devuélvemelo, digo, porque, puedes; pues si no lo hicieres, me mataré al momento o haré que me entierren viva con él. Entonces, cuando estaban todos presentes haciendo las exequias del niño y le llevaban ya a la sepultura, por conmiseración de Dios y súplica del bienaventurado Santiago se despertó como un sueño pesado.

Ante tan gran milagro, todos los presentes alabaron a Dios alegrándose sobremanera. Entonces el niño vuelto a la vida comenzó a contar a todos de qué manera Santiago acogió en el seno o sea en el eterno descanso a su alma salida del cuerpo desde media mañana del viernes hasta media tarde del sábado y la devolvió a su cuerpo por orden del Señor, y levantándole del entierro por el brazo derecho le mandó que tomase enseguida el camino jacobeo con sus padres al sepulcro de Santiago. ¿ Y qué más? Se ofreció al venerable altar de aquél por cuyos ruegos fuera creado. Esto fue realizado por el Señor y es admirable a nuestro ver.

Es cosa nueva y jamás oída que un muerto resucitase a otro muerto. San Martín (2), viviendo aún, y nuestro señor Jesucristo resucitaron a tres muertos; pero Santiago, muerto él, volvió a un muerto a la vida. Mas podría objetar alguien: Si nuestro Señor y San Martín leemos que a nadie resucitaron después de morir, sino sólo antes a tres muertos, resulta, pues, que un muerto no puede resucitar a otro muerto. Pero el vivo que esto dice concluye así: Si un muerto no puede resucitar a un muerto, resulta que el bienaventurado Santiago, que resucitó a un muerto, vive ciertamente con Dios. Y así consta que antes y después de la muerte cualquier santo por don de Dios puede resucitar a un muerto. Quien cree en mí, dijo el Señor, hará las obras que yo hago y las hará mayores que éstas. Y en otra parte: todo es posible al creyente, dice el Señor, que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los infinitos siglos de los siglos. Así sea.

(1)

También, según P David, el duque Ladislao Herman de Polonia envió por consejo del obispo misionero Franco una embajada con presentes al santuario de San Gil y obtuvo el nacimiento de su hijo el que fué luego Boleslao III.

(2) San Martín de Tours, obispo de esta ciudad después de haber sido monje en el monasterio que fundó en el desierto de Ligugé, con el cual estableció el monacato en Francia. Vivió en el siglo IV y por sus milagros se hizo muy popular.