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El bienaventurado Santiago Apóstol, que en el fervor de la obediencia soportó el primero entre los apóstoles el dolor del martirio, sudó por extirpar de raíz con innumerables pruebas milagrosas la aspereza de las gentes, que regó con la doctrina de su santa predicación. Y el que en el destierro de esta vida presente fue con la ayuda divina autor de tanto milagro, ahora, después de haber enjugado el sudor de su trabajo con el paño de la remuneración en la eterna felicidad sobre aquellos que haciéndole urgentes peticiones no dejan de rogarle derrama abundantemente las manifestaciones de su virtud. Por esto vamos a exponer, para enseñanza de los venideros, cierto milagro del cual nos hemos enterado con toda verdad. Cuando en tiempos del rey Alfonso (1) en tierras de España crecía en acritud el furor de los sarracenos, cierto conde llamado Ermengol (2), viendo la religión cristiana oprimida por el empuje de los moabitas (3), se lanzó rodeado de la fuerza de su ejército a debelar la crueldad de aquellos, casi con pruebas de una lucha victoriosa; pero exigiéndolo así nuestros merecimientos, fue vencida su tropa y dio en lo contrario del triunfo. Con lo cual la fiereza enemiga, acrecida con la exaltación del orgullo a la cima de la soberbia, llevó como trofeo a la ciudad de Zaragoza (4) bajo el jugo del cautiverio a veinte varones regenerados con el agua de la fe, uno de los cuales tenía la dignidad sacerdotal. Allí, sujetos con diversas ligaduras en las insoportables tinieblas de una cárcel, a manera de la perpetua oscuridad del infierno, por divina inspiración de Santiago y advertencia del presbítero empezaron a implorar así: Santiago, apóstol precioso de Dios, que con la obra de tu piedad ayudas piadosamente en sus angustias a los oprimidos, alargando tu mano a los gemidos de tan inaudito cautiverio, apresúrate a soltar propicio lo que inhumanamente nos sujeta.

Santiago, escuchando sus llamadas casi irremediables, apareció radiante en la oscuridad de la cárcel, hablándoles así: Heme aquí a quien llamasteis. Y obligados por la claridad de tan inaudita grandeza, alzaron sus rostros, que por la fuerza del dolor tenían fijos en las rodillas, y cayeron postrados a sus pies. Mas Santiago, condolido en sus entrañas, les rompió las ligaduras derramando el bálsamo de su virtud. Trabando además la diestra de su poder con las manos de los cautivos y sacándolos milagrosamente de prisión tan peligrosa, llegaron con tal guía a las puertas de la ciudad. A su vez las puertas, hecha la señal de la cruz, ofrecieron salida en honor del Apóstol tan espontáneas, que así que hubieron ellos salido restablecieron el rigor de su anterior unión. El apóstol Santiago, pasado largo tiempo después de cantar el gallo y casi al asomar los rayos de la aurora, llegó con ellos, yendo él delante, a cierto castillo que estaba bajo guardia de cristianos, donde mandándoles también que le invocasen, subió visiblemente a los cielos. Y al invocarlo por su mandato con grandes voces, se abrieron las puertas y fueron recibidos dentro. Al día siguiente, saliendo de allí, tratan de volver a sus casas. Mas poco tiempo después uno de ellos que vino a la iglesia de Santiago en la festividad de la Traslación del Apóstol, que celebramos anualmente el día treinta de diciembre, contó a todos que en todo esto ocurrió así como queda escrito. Esto fue realizado por el Señor y es admirable a nuestro ver. Sea, pues, para el Supremo Rey el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Así sea.

 

(1)

Alfonso VI de Castilla y de León (1065-1109).

(2) Conde de Urgel, el IV de este nombre (1065-1092) o el V (1092-1102).
(3) Moabitas son llamados frecuentemente los almorávides, que invadieron la España musulmana en el año 1806.
(4) Zaragoza fué de los musulmanes hasta 1118 (18-XII).